26 agosto, 2008

Sopa caliente


Me he llevado un susto esta mañana cuando me encontré hablando con ella de lo que había ocurrido el día anterior. Yo sonreía y ella escuchaba atenta, ignorando del todo el hecho de que le estaba soltando una de las mentiras más desvergonzadas que ha salido de mis labios.

"Nunca irás a la cama sin saber algo nuevo" he oído decir a mis padres en incontables ocasiones. Y vaya si es así. Sabía que podía mentir, sabía incluso que si no le daba demasiado revuelo la gente no se daba cuenta del engaño, pero hasta ahora nunca había comprobado los límites de mi capacidad para mentir.

Como es lógico ella habló seguidamente con su amiga, cosa comprensible, y ésta con el hermano. Todos convencidos de que era así, tal y como yo lo había contado. Por supuesto la siguiente jugada del hermano no me pilló desprevenido. Para cuando quiso comprobar la veracidad de la historia que había contado yo había tomado las medidas cautelares: sabiendo que él era el único con la perspicacia suficiente como para no confiar en mí (chico listo), hablé primero como quien no quiere la cosa con su mejor amigo relatando una vez más la misma cantinela. Deberíais haberle visto la cara mientras hablaba conmigo y con su amigo. Él intentando sacarme la verdad a tirones y su amigo disuadiéndole de hacerlo. Por supuesto terminó cediendo ante los consejos de este último.

Mentir es un juego que implica mil y un riesgos distintos. Se juega con la confianza del otro y eso nunca sale bien. Aún así el impulso de supervivencia puede a veces sobre todo lo demás, dejando al descubierto esa parte fría y calculadora que todos llevamos dentro. Una experiencia de esas para guardar en la memoria.

Visto lo visto: ¿En serio creéis que lo que os he contado en esta entrada es cierto?

¡Un saludo!

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